Viaje a la Luna (con los pies en la Tierra)


Cuando el 21 de julio de 1969, el comandante Neil Armstrong, acompañado del piloto Buzz Aldrin,  desciende del módulo lunar para dejar su huella imperecedera sobre la superficie lunar debió, sin duda, sentirse arrebatado por ese sentimiento de trascendencia que jalona toda acción pionera y que urge culminarla con una frase para la posteridad. Y vaya si la dijo. 

Seguramente, en aquel instante Armstrong, demasiado apegado a la realidad tangible, no reparara en que su acto poco tenía de excepcional, pues esa misma Luna ya había sido hoyada en incontables ocasiones por la imaginación de filósofos y poetas, astrónomos y magos, cínicos y sátiros, aventureros imaginarios, adorables embaucadores y enamorados de todo pelaje. Fantasía y razón humanas, habían recorrido y explorado sus exóticos parajes, la habían poblado con la fauna y flora más variopinta, habían conocido sus gentes, sus civilizaciones y sus ciudades, y habían surcado sus mares y océanos de evocadores nombres: el Oceanus Procellarum (océano de las tempestades), la Sinus Iridum (la bahía de los arco iris) el Palus Somni (la marisma del sueño), el Lacus Timores (el lago del temor) o el mismo Mare Tranquilitatis en el que se posó el modulo lunar americano. Ante los abigarrados paisajes de la imaginación, a Armstrong tan solo le quedó el consuelo de solazarse con, palabras propias, "la vista de una magnífica desolación".

Pero para que el hombre pudiera concebir viajar hasta la luna, siquiera como una fantasía remota, primero debía profanarla, en el sentido literal de la palabra: hacerla profana. Pues mientras la luna era una poderosa divinidad que nos gobernaba desde sus celestes alturas, llamárase Sin, Selene o Artemisa, la idea de violar su espacio era simplemente inconcebible. Tampoco es que hiciera mucha falta, pues cuando Luna era diosa, tan bella como enamoradiza, descendía por su propio pie a seducir a jóvenes hermosos que acababan pagando las consecuencias de una aventura tan desigual. Tal fue la suerte del bello Endimión, cuyo amor le valdría ganar la eternidad a costa de pasársela durmiendo. De todo ello se debiéramos deducir que si no es aconsejable para el ser humano amar a una Luna divina, menos aún es pretender explorarla.

Por eso, no es de extrañar que los primeros en abrir la veda en las imaginarias expediciones lunares fueran gente descreída y escéptica, es decir, sátiros y filósofos, mentes dadas a poner en tela de juicio bien desde el humor o de la razón, las creencias y prejuicios más arraigados, lo que comúnmente llamamos, la ley de los dioses. Inaugura esta tradición viajera, el grecosirio Luciano de Samósata, ilustre satírico del siglo II d.C y lo hace por partida doble. Sus "Relatos Verídicos" pretendían ser una burla a las exageraciones y falta de verosimilitud de los cronistas de viajes de la época, desde el reputado Heródoto a viajeros menos creíbles como Yambulo; los viajes de aquellos palidecían frente a la epopeya lunar descrita por Juliano de Samósata, pero al menos el propio autor ya advertía en el prólogo que tan sólo en una sola cosa pretendía ser veraz, "en decir que miento".

A cuenta del viaje lunar los dardos de Juliano apuntan en el "Icaromenipo" en otra dirección: Viajar a la Luna permite poner en perspectiva los anhelos, las cuitas, las glorias y miserias mundanas. Todo por cuanto porfiamos resulta ridículo y mezquino cuando contemplamos nuestro mundo desde las distancias siderales. Desde la atalaya lunar Menipo observa la Tierra y sus habitantes, sus miserias cotidianas, esas que en nuestro mundo tomamos por importantes: "los que más me hacían reír eran los que discutían por los lindes de su territorio [...]Siendo el tamaño de Grecia vista desde arriba de cuatro dedos, el Ática en proporción era una cosa insignificante. Eso me hacía pensar qué poco bastaba a esos ricos para presumir: el que más metros tenía parecía cultivar un átomo de Epicuro".

Si desde la Luna puede observarse tan bien como el hombre pierde el rumbo, descuida sus promesas y trunca sus proyectos, tal vez sea porque es allí donde esas prendas perdidas del alma van a parar. Así lo afirma Ludovico Ariosto, en su Orlando Furioso, y así lo descubre Astolfo cuando viaja hasta la luna en el carro del profeta Elías, pues en ella descubre en un valle rodeado por dos colinas, un lugar singular donde se acumulan "las cosas que perdemos por nuestra culpa, por las injurias del tiempo o por el efecto de la casualidad. No se trata de los imperios ni de las cosas que prodiga la fortuna, sino de las cosas que ésta no puede dar ni quitar [...] allí se hallan las oraciones y los ruegos que los desdichados lanzan al cielo, las lágrimas y los suspiros de los amantes, el tiempo perdido en el juego y en la ociosidad, los proyectos inútiles que no han llegado a realizarse, los deseos frívolos cuyo número llena cuasi el valle. En fin allí se ve todo lo que se ha perdido en la tierra"

Johannes Kepler, padre junto a Copérnico de la astronomía moderna, publica en 1621 "el Sueño o astronomía de la Luna" pequeño y curioso opúsculo a medio camino entre el riguroso tratado de astronomía y la fantasía cósmica. A Kepler no le animaba ninguna pretensión moralizante, sino un pícaro sentido de la divulgación científica en un tiempo en que las verdades de la ciencia podían resultar comprometedoras. La descripción del universo desde la perspectiva de un espectador lunar, permitía demostrar la falacia de las teorías geocéntricas frente a las modernas pero todavía polémicas teorías copernicanas. Duracoto, el protagonista de la ensoñación de Kepler, comprueba que desde la luna es la tierra la que parece moverse, la que tiene fases de sombra, la que se eclipsa. El cambio de punto de vista revelaba al sol como verdadero centro de nuestro sistema, y a nuestro planeta como uno más de los que orbitan en torno al astro. Todas estas ideas relativizaban la idea del hombre como centro de la Creación, y suponían un desafío intelectual lo suficientemente peligroso como para que Kepler se cubriera las espaldas camuflándo un inteligente tratado astronómico bajo el aspecto de una inocente ensoñación fantástica.

Ya en el siglo XVII, otro heterodoxo, Cyrano de Bergerac, el genial libertino en el que se inspiró Edmond de Rostand para su popular obra teatral, escribió una sagaz y divertida epopeya lunar que no alcanzó a ver publicada en vida. En su "Historia cómica o viaje a la luna" Cyrano aprovecha el espacio de excepción que le brinda la sátira fantástica para polemizar con la mayor libertad y descaro sobre los más espinosos asuntos humanos. De la mano de la sátira, la luna vuelve a confirmarse como un espacio moral, y en ella las peripecias de Cyrano no son más que una astucia argumental para ajustar las cuentas de sus deudas terrenales. A lo largo de su periplo lunar Cyrano es apresado por los habitantes de la luna y, tomado por un animal de feria, vive enjaulado haciendo monadas al vulgo local. Cyrano se las ve y se las desea para tratar de demostrar desde la lógica terrícola su humanidad frente a unos extraterrestres que parecen bastante más civilizados que nosotros. Y en esa desesperada defensa de nuestra identidad humana toda nuestra escala de valores es subvertida, nuestras creencias más firmes relativizadas, nuestra sólida imagen de lo humano y de la razón se tambalea al ser enfrentado al universo parejo y antagónico de los habitantes de la luna. Los selenitas se convierten en una contraimagen necesaria para interrogarnos a nosotros mismos y descubrir la inanidad de algunas de nuestras verdades incuestionables.
originales métodos para alcanzar la luna: Mediante un cinturón con botellas llenas de rocío (Cyrano)  transportado por una bandada de gansos salvajes (Domingo Gonsales) a cañonazo limpio (Impey Barbicane)

A lo largo de los siglos siguientes proliferan en literatura los relatos de viajes lunares, aunque se advierten progresivos cambios en el enfoque con el que se aborda el tema: pues en la misma medida que los relatos van perdiendo su dimensión moral van ganando en verosimilitud. El viaje a la luna ya no es la quintaesencia de lo imposible para contemplarse tan solo como una posibilidad remota, nos encontramos en la antesala de la ciencia ficción. A partir de entonces, conquistar la luna no es más que la nueva expresión de la humana pulsión por la exploración y la aventura, por el viaje exótico en grado superlativo, y que encuentra su inspiración en viajeros ilustres y superlativos, en Herodoto, Marco Polo y el capitan Cook; pero que encontrándose ya una tierra demasiado explorada, necesita abrir nuevas fronteras: bien hacia el centro de la tierra bien hacia la luna. La superficie del satélite es la nueva tierra ignota, el territorio virgen que se ofrece a la insaciable curiosidad humana y su sed de maravillas.

Sin embargo y de forma inesperada, en pleno siglo XIX, cuando la fe expedicionaria y científica parece encontrarse en su punto álgido, resulta refrescante descubrir una recuperación de la dimensión paródica y autocrítica de las epopeyas lunares. Edgar Allan Poe en "las incomparables aventuras de Hans Pfaall" describe con precisión científica el periplo hasta la luna de un arruinado vendedor de fuelles a bordo de un globo de confección propia. La ambición y grandeza de su aventura contrasta con la mezquindad de sus motivaciones: huir del acoso de sus acreedores. 

Pero resulta todavía más sorprendente encontrar esta vena satírica en el padre de la novela geográfica, Julio Verne. En "De la Tierra a la Luna" descubrimos una ácida crítica a la idea de progreso entendido no como medio sino como fin en sí mismo y a los burdos móviles que animan las más deslumbrantes empresas. La sociedad promotora de la aventura lunar es el estrafalario Gun-Club de Baltimore, formado por tronados ingenieros militares, un lobby armamentísitico venido a menos por el fatídico final de la guerra de Secesión y la preocupante previsión de una paz duradera. La idea disparar un proyectil tripulado hasta la Luna se antoja entonces como la única empresa con la que apaciguar su creciente ociosidad.  Verne describirá el desarrollo del proyecto de una forma tan minuciosa como maliciosa., pues el día señalado, los inefables artilleros yerran el tiro, dejando a los astronautas orbitando con su nave alrededor de la luna. Toda una lección de mala uva que el propio Verne se encargó de desbravar escribiendo una segunda parte que seguía el esquema convencional de la novela de aventuras. Poco después el entrañable Méliès se inspiraría en Verne para filmar la primera aventura espacial del cine, acercando como nunca la Luna aun a costa de dejárnosla tuerta.



En esta brevísima antología de los viajes lunares dejamos a muchos autores en el tintero, de Dante Alghieri a H.G. Wells, de Eric Rudolph Raspe a Hergé, pero creo que en estas pocas líneas queda al menos esbozado el papel que el viaje a la Luna ha jugado en el imaginario humano y su evolución. Quien alcanza la superficie de nuestro satélite se encuentra con un gigantesco espejo de feriante, que le devuelve una imagen deformada de sí mismo, pues sus estrafalarios habitantes, sus mágicas ciudades, sus paisajes de ensueño o de pesadilla no son más que el reflejo de nuestros miedos y ambiciones, de aquella naturaleza a la que aspiramos o de la que pretendemos huir. El hombre en la Luna es también el espectador excepcional de un espectáculo insólito: contemplar la Tierra, nuestra Tierra, lejana y diminuta como un satélite, pero también misteriosa, bella, inalcanzable, en una palabra, divina. Comprende entonces que la distancia, sea ésta metafórica o sideral, es la materia de la que están hechas las diosas.


btemplates

0 comentarios:

Publicar un comentario